La ley dice que los niños son
niños hasta los 18 años, pero mucho tiempo antes de que ese niño alcanzara el
estatus de adulto, lanzó una piedra enorme desde lo alto de un
puente sobre un coche que circulaba por la carretera. Mató a uno de los
ocupantes, un hombre de 59 años que viajaba con su hija. Sucedió en Murcia y la
víctima fue un ciudadano francés residente en Madrid que pasaba por allí.
El caso es uno más en una cadena
que cíclicamente vuelve a los medios, y que tiene que ver tanto con la educación
vial como con la educación, a secas. La última vez fue con
ocasión de una niña de 14 años que lanzaba naranjas contra los
coches en Castellón. Entonces las consecuencias fueron un susto enorme y daños
materiales. Algo parecido ocurrió el año pasado con las piedras arrojadas por
los niños desde algunos puentes de Murcia y Almería. Sustos, sólo
sustos. Ahora el susto se ha transformado en muerte. No es la primera vez
que sucede, y el problema sigue igual de vivo.
Cuenta Juan Antonio Carreras (Carris) que tiempo ha la
barrera en la que se consideraba si un menor era o no responsable de quitar la
vida a otra persona estaba en los 12 años. Por debajo de esa edad no era
responsable, de 12 a 16 se le aplicaba la ley de menores y a partir de los 16
se le trataba como a un adulto. Ahora se ha elevado el listón y la Ley de
Responsabilidad Penal de Menores afecta a los mayores de 14 años. De la muerte
responderán civilmente los padres del niño de 13 años.
¿La solución está en llevar al
niño a lo que toda la vida se había denominado “reformatorio”? No. La
solución ya no existe para ese ciudadano francés residente en España
que ha fallecido ni para sus familiares. Tampoco existe para el niño que ha
ocasionado la muerte a otra persona. Ese niño está condenado de por vida,
porque al pasar el límite entre la gamberrada y el asesinato ha llegado a un
punto que tiene muy difícil marcha atrás. ¿Cómo olvidar que has matado a
alguien?
No existe solución para este
problema, pero sí que puede existir solución para que otros problemas similares
no sucedan jamás. Para que no haya más sustos, simples sustos, que puedan
degenerar en algo mucho más grave que un simple susto. Y el primer
paso consiste en quitarnos la venda de los ojos y entender que en la carretera
un simple susto es un siniestro en potencia.
¿Niños? ¿Adultos? No y no:
adolescentes
El siguiente paso se
llama educación, aunque esto conviene matizarlo de forma adecuada para
evitar escenarios que podrían repercutir en problemas más graves todavía. De un
lado, la ley establece unos peldaños extraños que no se
reproducen en el resto del entorno del niño. Incluso consideran niño a quien ya
no lo es, aunque tampoco es adulto. Es un adolescente, y merece una
atención diferenciada de los niños y de los adultos.
Por las mismas, el adolescente
merece una codificación del mensaje que garantice la verdadera comunicación. Si
todos sabemos que la adolescencia es una etapa natural de rebeldía en la que el niño lucha
contra todo lo que se le ha impuesto porque está buscando su propia identidad
en el mundo, ¿realmente es el momento apropiado para que un profesor similar a
los que tuvo durante toda su infancia le venga a contar la diferencia entre el
bien y el mal?
Es una pregunta de difícil resolución,
y quizá por eso valga la pena retroceder un poco más en el tiempo, cuando el
adolescente no era un adolescente sino un niño, un niño de verdad y no lo que
la ley entiende por niño. Vayamos, pues, a los tiempos en que el niño
es niño, es decir antes de que se le despierten ciertas hormonas y su amor
por la contradicción que – una vez más – es natural.
En ese momento de la vida se
puede trabajar a fondo la convivencia, el respeto por los demás y la educación
vial a fondo. No simplemente en una jornada al año en la que demostrar lo bien
que se les da recorrer un circuito, sino una educación vial formal, como una
asignatura más, y quizá de las más importantes, porque es de las pocas en
las que un suspenso de mayores les puede ocasionar la muerte propia o ajena.
Ah, pero es que las horas
lectivas están saturadas ya entre idiomas, ciencias y otras materias troncales
que son importantísimas para la formación del niño. Es cierto. Pero tan cierto
como que hay más agentes socializadores que la escuela.
Antiguamente se decía que eran la familia, la escuela, la religión, los medios
de comunicación y los grupos de iguales. Se trata de ver cuáles siguen
disponibles a día de hoy, cuáles han cedido espacio a los demás, y actuar en
consecuencia.
Al fin y al cabo, compartimos una
misma sociedad. ¿O no?